Metatrón

Definida desde su publicación en 1995 como una obra «hermética» en su temática y neobarroca y neomanierista en su estilo, Metatrón ha ido descubriendo un nicho propio entre ciertos lectores. El hecho de que incluso hoy se siga reseñando y generando discusiones en periódicos y Ferias de Libros habla de su vigencia. Quizás, al decir de críticos como Raymond L. Williams, hay obras que necesitan entre quince y veinte años para encontrar su lugar en el panorama de las letras de un país o de una literatura regional.

Son doce monumentales cuadros cada uno con un arcángel distinto que se encuentran en la capilla de Meusa (o Sopó): el desconocimiento de quién fue el maestro que los pintó, de cómo tuvo acceso a unos arcángeles que provienen de la cábala en medio de una Santafé colonial dominada por los dominicos y la Inquisición, de cómo investigó y recreó sus vestidos tan elaborados, de cómo definió los rostros andróginos, de por qué se atrevió —y le fue permitido— plasmarlos con una finalidad esencialmente sensual, de puro placer estético en medio del parroquialismo de la aldea del altiplano que era por entonces Bogotá, de la imposibilidad de precisar si este maestro fue criollo, español o flamenco, de quiénes fueron sus maestros, tanto en técnica como en conocimientos herméticos y cabalísticos, y de muchos otros interrogantes llevaron al autor de esta novela a enfrentarse a la posibilidad ficcional de imaginar la más plausible biografía del maestro.

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